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Opinión

Bogotá es tierra afro.

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La historia de la chocoana Rosa Murillo es la metáfora de miles de afrodescendientes: llegan a Bogotá para construir una vida con oportunidades, sin olvidar la cultura ancestral de su territorio. Con su proyecto ‘Los niños de Usme saltan, cantan y bailan’ fue merecedora de la Beca Decenio Afrodescendiente que entrega la SCRD.

Hoy, 21 de mayo, se conmemora el Día Nacional de la Afrocolombianidad, una fecha para rendir sus aportes y reivindicación de sus derechos, en la fecha exacta en que se abolió la esclavitud en Colombia, en 1851.

Por. Lucy Lorena Libreros.

Todos en Usme la llaman la tía Rosa. Saben que es chocoana, que carga la sencillez como moneda suelta en los bolsillos y que detrás de esa risa encendida con que saluda siempre, hay una guerrera que completa más de una década en la fría Bogotá luchando para que las nuevas generaciones de afrodescendientes no pierdan la esencia de su raza, el vínculo con el territorio de sus ancestros.

En realidad, se llama Rosa Murillo Mosquera. Es gestora cultural y llegó a la capital del país hace unos 15 años huyendo del conflicto que acosaba a Istmina, ese pueblo bañado por el río San Juan donde nació. Un pasado del que poco le gusta hablar. Es que prefiere detenerse en el presente: conversar, por ejemplo, de la fundación Cispac, que fundó hace 11 años, preocupada por el desarraigo que vivían los niños y jóvenes que llegaban desde el Pacífico hasta Bogotá o que nacían en la capital del país, a centenares de kilómetros de los ríos, costas, selvas y manglares de sus padres y abuelos.

Hoy, unos 150 niños –esos mismos que la llaman tía siempre– asisten a clases a la Escuela Yemayá, uno de los proyectos gestados al interior de la Fundación Cispac. Chicos que han aprendido que en el Pacífico la muerte no se llora, se canta con alabaos. Que las trenzas que tejen las mujeres en sus cabezas simbolizan las rutas de libertad que sus ancestros emprendieron hace más de 150 años. Que han probado un Pusandao del Tumaco o un Tapao de pescado de Guapi.  Que los niños no nacen el día que un doctor marca en el calendario, sino cuando ellos mismos lo deciden guiados por las manos sabias de las parteras.

“La idea es que ellos no pierdan el sentido de pertenencia hacia sus territorios. Porque no es fácil salir de la tierra de uno y llegar a una ciudad grande y difícil como Bogotá, que te empuja a vivir en cuartos de dos por tres metros. Sentirse parte de una cultura, entenderla y valorarla, logra que la vida aquí sea más amable para ellos”, reflexiona esta líder cultural.

En ello se muestra de acuerdo el secretario de Cultura, Recreación y Deporte, Nicolás Montero, quien sostiene que “la diversidad nos define, nos enriquece, nos permite vernos en contraste y construir referentes que inspiran nuestra manera de ser y de construir la realidad. Celebrar la afrocolombianidad es agradecer la manera tan valiosa en que esta comunidad hace de Colombia un mejor lugar para todos. Las diferencias nos enriquecen. El respeto y mutuo reconocimiento nos une”.

Cuenta Rosa que todos los sábados, antes de que comenzara la cuarentena, los niños se reunían con algunos mayores de su comunidad en un salón de la escuela Estanislao Zuleta, del barrio Alfonso López, en la localidad de Usme, al sur de la ciudad, que acoge a unos 6.700 habitantes afro. Y allí participaban de distintos talleres en los que conocían y aprendían sobre la historia y la riqueza de la cultura del Pacífico.

Y en esas estaban hasta que Rosa, junto a Celia Perlaza, la otra coordinadora de la Escuela, gestaron el proyecto ‘Los niños de Usme saltan, cantan y bailan’ y se presentaron en 2019 a la convocatoria de la Beca Decenio Afrodescendiente, de la Secretaría de Cultura, Recreación y Deporte, que busca impulsar el desarrollo de procesos artístico-culturales, de creación y circulación, encaminados a la transmisión de saberes culturales de la diáspora afrodescendiente.  

El proyecto es tan bello como sencillo. Si se trataba de que los niños no olvidaran sus raíces, que mejor que hacerlo con lo que más aman hacer: jugar. De labios de sus mayores, poco a poco ellos aprendieron a jugar ‘La panda pandilla’, una actividad en la que chicos y grandes, formados en círculo y de espaldas, se van pasando una pelotita de mano en mano. El truco consiste en adivinar quién queda con ella cuando un líder grita: ¡Alto!

Hay otros igual de entretenidos. La tía Rosa los enumera feliz: ‘El florón’, ‘La Tortuguita’ y ‘La pájara pinta’… Y habla de las charlas espontáneas que se encienden mientras todos juegan. Es como si el frío avivara la nostalgia: los mayores aprovechan y les cuentan a sus hijos cómo ellos mismos eran felices mientras los jugaban.  

Además del juego, niños, niñas y jóvenes se acercan al currulao, el abozao, el patacoré, la juga y otros ritmos del Pacífico a través de la interpretación de la marimba, el bombo, el cununo y el guasá.

“Lo bonito es que muchos de estos niños de la escuela no nacieron en el Pacífico. Y lo que aprenden en la escuela es por las referencias que hacen sus mayores. Cuando por fin logran viajar a la tierra de sus ancestros, generalmente en diciembre, fácilmente se reconocen en su cultura, como si toda la vida hubiesen crecido en esos territorios. Llegan maravillados y con más ganas de seguir aprendiendo. De no dejar morir nuestra esencia. Y ahí es cuando recoges tantas semillas que has sembrado”, dice con orgullo la tía Rosa.

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