Opinión
Derecho al espacio público vs. derecho al trabajo. ¿Cuál debe primar?
El espacio público es de todos y de nadie. Es un concepto amplio que incluye las calles, los andenes, las plazas, los parques, los espacios de encuentro, incluso los edificios institucionales. Es un concepto que, como muchos otros propios de la planeación urbana, hemos importado sin necesariamente adaptarlo a las realidades del contexto colombiano: un contexto en el cual el espacio público es un escenario de encuentros y desencuentros, de lucha por el sustento diario, donde se viven algunas de las profundas desigualdades que existen en nuestro país.
Por eso, desde Re-imaginemos, un proyecto que reflexiona sobre 30 diferentes formas de desigualdad en Colombia, estamos discutiendo sobre desigualdades y espacio público. El proyecto se basa en un diálogo entre más de 150 jóvenes académicos, activistas, artistas, entre otros diversos perfiles. Esta columna es el resultado del diálogo de saberes[1]#24 de Re-imaginemos, en el cual participaron cinco personas compartiendo sus saberes en arquitectura, economía, organizaciones de trabajadores informales, derecho y arte. Aquí compartimos las principales reflexiones que surgieron de este diálogo.
La configuración desigual del espacio público.
En Colombia, las ciudades se han desarrollado de manera desordenada e informal, producto de procesos migratorios originados por la violencia y la pobreza, al igual que de un crecimiento demográfico sostenido y de una histórica falta de planeación. Este contexto ha contribuido a que el espacio público termine siendo algo secundario en el proceso de configuración de las ciudades. Además, el boom del automóvil de los años 70 en adelante, hizo que estos asentamientos urbanos ya deformes quedaran saturados de vías diseñadas para privilegiar el tránsito de vehículos.
El resultado de estas dinámicas es que el acceso al espacio público de calidad es usualmente una excepción. Incluso en los sectores más ricos de las ciudades se pueden identificar grandes déficits: los andenes son estrechos, discontinuos y deteriorados, los sistemas de arbolado son inexistentes y hay una subordinación desmedida del espacio hacia el carro particular.
Ahí ya existe un desequilibrio importante, primero, porque las ciudades construidas para privilegiar la movilidad de vehículos están condenadas a ser feas, ruidosas y contaminadas. Segundo, porque solo una minoría de hogares tienen un vehículo particular, pero estos vehículos ocupan la mayoría del espacio en las vías urbanas. Entonces, bajo el entendido de que las vías son, por su extensión, el mayor espacio público de las ciudades colombianas, el hecho de que este espacio sea ocupado por una minoría, en lugar de disponer de ese espacio para proyectos de transporte público, o para la construcción de espacio público colectivo y de calidad, configura en sí una desigualdad.
Otras desigualdades que se dan en el espacio público, tienen que ver con la forma como éste se ocupa para diferentes fines, incluyendo el trabajo, sobre todo en una sociedad caracterizada por tener pocos ingresos, pocas oportunidades laborales y una alta informalidad. En últimas, estas realidades y necesidades terminan sobrepasando las iniciativas de planeación y el afán de europeizarnos a nivel urbano.
El espacio público como espacio de trabajo.
Es común que en el poco espacio público efectivo de nuestras ciudades: andenes, plazas y parques, se den las ventas ambulantes. Esto ha generado un largo debate, pero uno que no siempre visibiliza las realidades de los vendedores informales, ciudadanos que, como lo dice Richard, presidente de Asovicut (Asociación Sindical de Vendedores Informales de Cúcuta) “no estamos en la calle porque queremos, sino porque no tenemos oportunidad, no tenemos recursos”. La venta informal es un trabajo, pero no es un trabajo de calidad, no tiene ni los beneficios (ni las obligaciones) de otros trabajos. Todos los días, las personas que realizan ventas ambulantes, que incluyen en buena parte a adultos mayores, desplazados y madres cabeza de hogar, deben soportar las variaciones del clima, la polución, la desidia de la gente, y para completar, administraciones empecinadas en perseguirlas, trasladarlas o maquillarlas, bajo la premisa de la defensa del espacio público.
Pero con el objetivo de generar espacios públicos modernos y limpios, no podemos pasar por alto la realidad de un desempleo que ronda el 11% y una informalidad que supera el 50%[2]. Una vez más, nuestra realidad económica y social se impone y se refleja en el paisaje urbano, en espacios públicos colmados de gente rebuscándosela. Reconocer estas complejidades demanda políticas públicas que, en vez de apuntar a garantizar el derecho a un espacio público desde una perspectiva higienista de una ciudad sin habitantes, busquen cómo hacer compatible el derecho al espacio público con otros derechos, en especial, con el derecho al trabajo. La política de espacio público queda incompleta si no se avanza en otras que brinden atención prioritaria a las personas que realizan ventas informales, que generen empleo y que permitan avanzar hacia la formalización.
En el marco de este debate, surgió la “Ley de la Empanada”[3] (Ley 1988 de 2019) y su desarrollo en la Política Pública de Vendedores Informales. En ciudades como Cúcuta, se han iniciado procesos de diálogo en torno a ésta con organizaciones como Asovicut. Parte de dicha discusión, es que la política debe tener un enfoque migratorio, dados los altos números de vendedores informales migrantes, en especial de Venezuela, en esta ciudad que es la frontera más activa de América Latina. Consideraciones específicas como éstas son necesarias para poder aterrizar una política pública que se escribe a nivel nacional, a las realidades locales. En palabras de Juan José, casos como el de las personas que realizan venta informal “nos confirman que el espacio público es una construcción social y por tanto está sujeto a las formas de hacer y pensar de los ciudadanos que lo habitan. Los estándares por lo tanto no pueden ser iguales en todas partes, deben ajustarse a las características de cada territorio y, sobre todo, a las necesidades de su población”. Casos como el de los vendedores informales nos confirman que el espacio público es una construcción social, y por tanto está sujeto a las formas de hacer y pensar de las personas que lo habitan, y que, por tanto, está sujeto a las realidades desigualdades que cada una enfrenta.
Re-Imaginemos el espacio público.
Dialogar sobre el espacio público nos abrió las puertas a distintas formas de entenderlo, vivirlo e interpretarlo. En especial, las experiencias de Richard como vendedor informal y líder gremial, nos hicieron preguntarnos para quiénes y para qué está pensando nuestro espacio público. En últimas, como dice Hamilton, arquitecto y urbanista, “el espacio público es algo abstracto; lo que es real, son las necesidades de las personas”. ¿Qué tal si re-imaginamos un nuevo espacio público? Uno diseñado para las personas y no para los carros, uno que no refleje y replique nuestras relaciones de desigualdad económica, sino que busque reducirlas.
Como lo señala Carlos, quien ha trabajado desde la Alcaldía de Cúcuta en diálogo con organizaciones de vendedores “recuperar el espacio público no es el despeje, sino la revitalización, y esto toca verlo desde el enfoque de derechos”. Es necesario garantizar el derecho al goce del espacio público, a su utilización, pero también a su cuidado y conservación. Pensando en el acceso, debemos también garantizar que el espacio público pueda ser de todos. Y, sobre todo, es importante articularse y avanzar en políticas públicas que protejan otros derechos, como el derecho al trabajo, derechos que pueden, y deben, coexistir.
Debemos pensarnos “un espacio público que sea un lugar de encuentro entre diversidades, que remite a la idea de las calles como un gran collage”, como propone Diego, artista comunitario. Un collage en el que abunda la información para todos los sentidos, y donde se abre la posibilidad de la auto-manifestación de la identidad e idiosincrasia de un lugar; en nuestro caso, la identidad de nuestras ciudades no tiene que tener la asepsia de otras latitudes, al contrario, puede celebrar la exuberancia y la diversidad que nos caracterizan. Así sería un espacio público hecho por y para la ciudadanía. Un espacio vivo, de circulación de experiencias y, sobre todo, de intercambio. Un espacio de convivencia, donde el trabajo, el ocio y la creatividad se encuentran y se nutren como lo hacen en esta intervención artística que queremos compartir con ustedes. ¡Mírala en este link!
Y tú, ¿qué Re-imaginas?
Cuéntanos en reimaginemos.co, en IG @reimaginemos.colombia o Twitter @reimaginemos.
Coautores[4]: Juan José Lizcano; Hamilton Barrios; Richard Jaimes Solano; Carloz Muñoz; Diego Malaver.
Editora: @Allison_Benson_
[1] Hemos adaptado la práctica de diálogo de saberes, común entre comunidades indígenas y afrodescendientes, como una herramienta metodológica que permite “reflexividad sobre procesos, acciones, historias y territorialidades que condicionan, potenciando u obstaculizando, el quehacer de personas, grupos o entidades”. Alfredo Ghiso (2000). Potenciando la diversidad: Diálogo de saberes, una práctica hermenéutica colectiva. Colombia Utopía Siglo. 21. 43-54.
[2] Cifras DANE
[3] Se llamó así coloquialmente porque cuando se empezó a implementar el código de seguridad y convivencia ciudadana, hubo escándalos, uno de éstos, multar a las personas que comían empanadas en la calle.
[4] Pese a que invitamos a varias mujeres a hacer parte de la discusión, no logramos vincular voces femeninas a este tema. Lamentamos esto, pues desde Re-imaginemos hemos intentado hacer primar las voces femeninas, logrando que 85 de las 150 personas participantes sean mujeres, e incluyendo 4 grupos de solo mujeres.